Las flores del mal: El Infierno se hizo Verbo
De todos es sabido
que en el jardín infernal brotan con esplendor y frenesí las flores maléficas, y que cada quien, en alguna
ocasión, ha portado para sus mejores galas y escenificaciones una rosa perversa
(o un clavel luciferino) en el ojal, como queriendo objetivar en un emblema o
distintivo su capacidad maligna y poder actuar, así, a sus anchas en su ruedo
de azufre (¿acaso no desprenden un aroma sulfuroso nuestras miradas? ¿Nunca
hemos sentido, pequeños caínes, el
deseo de matar a alguien? ¿Aunque sólo fuera el deseo? ¿No hay amores que
matan?).
Existe el Bien porque existe el Mal, y
si respira el Mal es porque el Bien vive. Esta es la cuestión que plantea
Vóland, el Satán disfrazado que protagoniza la novela El maestro y Margarita de Mijail Bulgákov, para justificar la
existencia del Diablo. En esta galería de demonios (En nuestro cerebro bulle un pueblo de Demonios dirá Baudelaire)
caben tanto las imaginaciones fantásticas como las representaciones humanas,
muy humanas, de la maldad. Puede ser el simple dios burgués del Tedio, rateros
que hurgan en los cementerios, borrachos homicidas, el Esposo infernal, un
animal o muchos casos más (incluido usted mismo, piense).
Siempre podría objetarse, también en
cuestión de refranes, que si Haz el bien
y no mires a quién, así mismo podría decirse Haz el mal y no mires a cuál. En cualquier caso, los dos ejemplos
anteriores parecen confirmar que, en lo tocante al bien y al mal, la cuestión
es cosa de ceguera (pues, en ambos casos, conviene no mirar). Aunque el
filósofo existencialista Jean Paul Sartre no opinaría lo mismo, pues L´enfer, c´est les autres. Y como todo
texto que se precie ha de incluir la paradoja, ¿adivinan qué elemento tortura a
Satanás en el centro del Infierno según Dante? ¿Fuego o hielo?
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