EL
DIARIO SECRETO DE MI ABUELA
Como
tantos fines de semana estamos en casa de los abuelos, lugar donde tengo mis mejores recuerdos de cuando era niño. A
mi hermana y a mí nos encanta ir. Es una casa señorial situada a las afueras de
la ciudad, con unos grandes y hermosos jardines donde nosotros solíamos jugar
cuando éramos pequeños.
Aunque
este fin de semana no es como los otros, no estamos aquí para divertirnos con
las historias del abuelo ni para celebrar nada, sino para decir el último adiós
a mi abuela.
La casa no es lo mismo sin ella. Ayudo
a mi madre y a mi abuelo a recoger todas las cosas de la abuela, su ropa, sus
libros de lectura, sus diarios, en los que a menudo solía verla escribir cuando
era niño y, los cuales, me hubiera gustado leer en numerosas ocasiones, pero la
abuela siempre los guardaba en el cajón del escritorio bajo llave. Eran su gran
tesoro. Hoy estaban en mis manos, su recuerdo me entristece y decido guardarlos
en una caja con todo lo demás y subirlo al desván, donde tantas veces me
escondía de pequeño.
Como
cada lunes voy camino de la universidad, sigo con mi vida después de este fin
de semana tan triste. Espero a que llegue el metro y de pronto la veo, ¡es mi
madre!, se encuentra justo en el andén de enfrente, ¿qué hace aquí? Pensaba que
se quedaría unos días con el abuelo para no dejarlo solo. La llamo y no me
contesta, la vuelvo a llamar y, al saludarla, me mira extrañada, como si no me
conociera. Entonces llega el metro, se sube a él y se marcha. Sigo mi camino
algo contrariado, aunque decido no darle más vueltas al asunto.
Es de noche cuando llego a casa, ha
sido un largo día y estoy muy cansado. Lo único que quiero es darme una ducha y
dormir un poco. Al cabo de un rato suena el teléfono, es mi madre, le comento
lo que ha pasado esta mañana y me dice que es imposible, porque no se ha movido
de casa de mi abuelo en todo el día.
Han pasado varios días y yo sigo con
mi rutina. Decido ir a tomar un café con unos amigos. Entro en la cafetería,
pero no los veo, espero un poco a que lleguen. Mientras espero empiezo a
observar a las personas que se encuentran allí, sobre todo universitarios que
leen sus libros y comparten sus apuntes tomando un café. De repente hay una mujer
que llama mi atención. Está sola sentada al fondo de la cafetería, se parece
bastante a mi madre, me armo de valor y decido ir a hablar con ella. Cuando me
acerco parece no conocerme. Antes de que me dé tiempo a hablarle, se levanta y
se marcha, pasando por mi lado sin ni siquiera mirarme.
Llamo
a casa del abuelo para ver si mi madre está allí. Sorprendentemente es ella
quien me contesta el teléfono, le digo que necesito hablar con ella y que iré a
verla más tarde.
¿Quién
es esa extraña mujer con la que no dejo de tropezarme?, me pregunto una y otra
vez.
Ya
en casa del abuelo, hablo con mi madre y le cuento todo lo sucedido. Ella no
puede creer lo que le estoy diciendo. Seguimos hablando sin darnos cuenta de
que el abuelo está allí oyéndolo todo hasta que, con voz entrecortada, nos dice
que tiene que contarnos algo muy importante. Nos pide que nos sentemos y
comienza a explicarnos cómo y cuando conoció a la abuela.
A
cada palabra que pronunciaba mi abuelo el rostro de mi madre se iba
desencajando más y más. Nos cuenta que él no era el padre biológico de ella, ya
que cuando conoció a mi abuela mi madre ya había nacido. Decidieron casarse y
adoptó legalmente a mi madre. También nos contó que la abuela le había dicho
que tuvo dos hijas gemelas, pero que una murió al nacer.
Mi
madre no da crédito a lo que está oyendo, monta en cólera y se enfada con el
abuelo por haberle ocultado todo durante tantos años. Mi abuelo le comenta que
fue decisión de mi abuela. Ella no quería hablar del tema porque le producía
mucho dolor.
Durante
un largo rato nos miramos sin saber que decir, entonces un pensamiento se
apodera de mi ¡los diarios de mi abuela! Quizás ellos nos puedan decir algo.
Como un rayo subo las escaleras que van hacia el desván, mi madre me sigue
aunque más lentamente. Cuando ella llega yo ya tengo los diarios entre mis
manos, buscamos el primero de ellos, nos sentamos donde podemos y empezamos a
leerlo.
Todo
estaba allí, durante años mi abuela había estado escribiendo su vida en
aquellos diarios. El primero comenzaba así:
“25
de enero de 1967”.
Repudiada
por el padre del hijo que estoy esperando y por su familia, gente de mucho
dinero en cuya casa trabajaba como doncella, llego a Madrid sola y desesperada.
Mi embarazo ya es evidente no puedo ocultarlo por más tiempo.
Durante horas camino sin rumbo fijo por sus
calles. Anochece y no sé a donde ir, sigo caminado y llego a un convento,
hambrienta y cansada. Decido llamar a su puerta. Me atiende una monja joven y
muy agradable. Me da de comer y me acomoda en una de sus habitaciones. Paso la
noche allí.
“26
de enero de 1967”.
Doy
un paseo por el convento y me doy cuenta de que hay otras chicas como yo, solas
y embarazadas.
Las
monjas se ofrecen a cuidar de mí durante todo mi embarazo y decido quedarme
puesto que no tengo a donde ir.
Uno
a uno la abuela relata todos los días
que van pasando hasta llegar al día del parto.
“29
de mayo de 1967”.
Despierto
con grandes dolores, me he puesto de parto. Las monjas me llevan a la clínica.
Después
de un largo y doloroso día doy a luz a
dos niñas gemelas. Se las llevan para lavarlas y al cabo de un rato viene una
monja y me dice que una de ellas ha fallecido.
No
entiendo nada, exijo una explicación de lo ocurrido y nadie parece saberlo.
Contrariada
pido ver insistentemente el cadáver de mi niña, la monja se marcha y regresa con
ella. Le doy un beso en la frente, está fría casi congelada.
Me dicen que no me preocupe de su entierro que
ellos se hacen cargo de todo.
“31
de mayo de 1967”.
Recibo
el alta médica y me marcho de la clínica con mi pequeña. Regreso al convento,
las monjas se han ofrecido a ayudarme hasta que encuentre un trabajo.
Es
bastante tarde y estamos muy cansados, pero ni mi madre ni yo queremos ir a
dormir.
Ya
es de día, hemos pasado toda la noche leyendo los diarios. Mi madre me dice que
me vaya a descansar.
Duermo
varias horas y me despierto. Voy a la habitación de mi madre, ella no está. Pregunto
al abuelo y me dice que salió muy temprano.
Al
cabo de un rato mi madre regresa. Intrigado le pregunto dónde ha estado y me
dice que ha ido a la clínica donde nació para pedir los informes. Le dan su
documentación, pero no le dicen nada acerca de su hermana, en esa clínica no
saben nada sobre ella.
Nos
parece muy extraño así que juntos nos dirigimos al cementerio para ver si allí
hay constancia de esa niña. Cuando llegamos nos atiende un chico joven, nos
lleva a los archivos y empezamos a buscarla, sin embargo no consta que hayan
enterrado allí a ninguna niña en esa fecha. Preguntamos si en aquellos
momentos había otro cementerio y nos dicen que no, que este
es el único.
Mi
madre y yo no entendíamos nada. ¿Dónde estaba aquel bebé? ¿Y si en realidad el
bebé no había muerto? ¿Y si se trataba de otro de esos niños robados al nacer?
¿Y si aquella misteriosa mujer era la hermana de mi madre?
Durante
meses recorrimos todas las líneas del metro. A diario visitábamos la cafetería
donde la había visto, con la esperanza de volverla a ver.
Pasaron
los meses y no había rastro de ella.
Aquella
tarde era fría y lluviosa, no me apetecía salir, pero mi madre se empeñó en ir,
ya casi habíamos terminado nuestro café cuando la vimos entrar por la puerta,
era ella. Mi madre palideció al verla, nos levantamos y fuimos a su encuentro.
Al
ver a mi madre se quedó paralizada, ya
que eran como dos gotas de agua.
Nos
presentamos y le pedimos que se sentara con nosotros. Estuvimos hablando toda
la tarde con ella. Quedó tan fascinada con el relato que decidieron hacerse las
pruebas de ADN.
Durante
estos días hemos conocido a sus hijos y hemos entablado una gran amistad.
Han
pasado varios días desde que mi madre y su hermana se hicieron las pruebas. Hoy
vamos a recoger el resultado.
Llegamos
a la clínica, las dos están muy nerviosas. Al fin abrimos el sobre y
comprobamos que el resultado es positivo, son hermanas.
Mi
tía fue un bebé robado al nacer.
Ismael Recaño Sánchez
PATINAJE SOBRE HIELO
Me
llamo Rosa y vengo de una familia adinerada.
Desde
pequeña me encantaba el patinaje sobre hielo, me pasaba horas y horas patinando
sin parar. Era mi hobbie favorito. Me encantaba el riesgo. Trabajaba allí,
limpiando la pista y me lo pasaba bien. Me encantaba mi trabajo porque limpiaba
y a la vez patinaba. Pero cuando mis padres se enteraron de que iba a ser madre
de un niño que provenía de marido, que no tenía tanto dinero como nosotros,
poco a poco me fueron arruinando la vida, empezando por mi trabajo.
La
vida no me podía ir peor, hasta que mi marido murió de cáncer tres meses
después de que nos diéramos cuenta de que íbamos a ser padres. Mi vida ahora
era un completo desastre. Estuve ingresada en el hospital cuatro días a punto
de perder la vida que crecía en mí. Pero sabía perfectamente que si yo podía
salir adelante, el bebé también.
Intenté
seguir mi vida de siempre, me busqué un piso y lo alquilé. Me contrataron en
una floristería que estaba cerca del piso. Ganaba el dinero suficiente como
para pagar el alquiler, la comida, la luz, el agua...
Así que no
tenía problemas, por ahora.
Mi
madre intentó contactar conmigo y, cuando hablé con ella, me dijo que siguiera
adelante, que tuviera suerte con el bebé, que ella solo quería que fuera una
madre como las de mi familia, con maridos con dinero e importantes en la
ciudad. Pero yo quería ser diferente, quería una vida normal.
La
idea de que mi madre cambiara de opinión me chocó bastante. No sabía
exactamente si estaba planeando algo o, simplemente había cambiado y me
comprendía. Día tras día me preocupaba cada vez más pensando por qué mi madre
estaba tan rara conmigo.
En el trabajo no me podía
concentrar, estaba muy nerviosa con tan solo pensar qué podría pasar. Mi vida
podía cambiar de mal a un desastre.
Hablé con el encargado de la
floristería, mi ‘jefe’, que vivía justo en la puerta de al lado del piso y
sabía qué me estaba pasando porque se lo contaba todo, era como mi mejor amigo.
Me comprendió, y me dejó el día libre para relajarme y no pensar más en ese
tema, y para eso solo había una solución: el patinaje sobre hielo.
En el momento en que que pisé la
pista, todo era diferente, creía que el mundo era mío y que podía con todo
aquello que me rodeaba. Estaba mucho más tranquila, hasta sabiendo que suponía
un gran riesgo patinar embarazada. Un mal pie y adiós a la vida que crece en mí.
Pero sabía que no me iba a pasar nada. Si el patinaje no me ha fallado cuando
era pequeña, ¿por qué me lo iba a hacer ahora?
Todos los días iba a visitar a mi
madre y hablaba con ella sobre el futuro del bebé. Ella le daba mucha
importancia a ese asunto, estaba bastante ilusionada. De verdad había cambiado.
Justo antes de irme, mi madre me invitó a quedarme en la casa a vivir hasta que
mi hijo naciera. Acepté, ¿qué le iba a decir? Pues me quedé.
Pasé allí dos meses. Mi madre se
puso muy contenta conmigo. Todo ese tiempo que pasé allí me reía con ella.
Salíamos todas las tardes a dar un paseo y a veces íbamos a la cafetería.
Estábamos todos los días a todas horas juntas. Nos dimos cuenta de que ella
seguía siendo mi madre y yo, su niñita de siempre.
Una tarde, salimos a dar un paseo
cerca de la pista de patinaje. Cuando me quise dar cuenta había roto aguas. Me
asusté mucho, no sabía qué hacer en ese momento. Mi madre llamó corriendo a la
ambulancia y enseguida estaban allí.
Fuimos con mucha prisa hacia el
hospital. Cuando llegamos enseguida vinieron muchos médicos, estaba muy
nerviosa era la primera vez, no sabía qué podía pasar.
El parto fue rápido, no hubo
complicaciones, todo iba bien. Se llevaron a mi hijo para limpiarlo y hacerle
las pruebas para ver si estaba sano.
Mi madre entró en la sala y me dijo
que mi hijo estaba bien, que todo era perfecto. Me puse contentísima al saber
que no hubo problemas. Entonces estuvimos hablando de Jose, así le puse, Jose.
Entonces me dijo que había un problema, me preocupé. Me contó su plan desde el
principio. Cuando me quedé embarazada mi madre habló con el doctor y le sobornó
para que le dieran mi hijo a otra familia.
Cuando me recuperé del parto y salí
del hospital, Jesús, mi ‘jefe’ vino a verme porque estaba preocupado y me
estuvo animando, y lo consiguió, me sentía un poco mejor, tenía que seguir con
mi vida, no me podía parar.
Al cabo de unos años, Jesús y yo nos
casamos. Era feliz por una parte porque estaba con él, pero, por otra parte me
sentía mal porque no le hablaba a mi madre. Ella me estuvo mandando fotos de
Jose cada año.
Cada día estuve perdoné más a mi
madre. Quedamos y me estuvo contando que Jose se había convertido en un niño
inteligente, deportista, simpático y, además, guapo. Me sentía muy orgullosa de
él.
Un día, Jesús y yo salimos a dar un
paseo y decidimos pasar la tarde en la pista de patinaje. Hacía quince años que
no iba allí. Se me vinieron a la mente muchísimos recuerdos. Otra vez era yo.
Ya era la misma de siempre.
Entonces vi a mi hijo. Lo vi, ¡era
Jose! Lo sabía por las fotos. Era él, sí, estaba muy segura. Él no paraba de
mirarme. Me preguntaba si sabía que yo era su madre. Se acercó, me saludó.
- Hola.
-
Hola.
- Me suena tu cara. ¿Quién eres?
-
Rosa… Soy Rosa.
- Yo soy Jose.
-
Ya, lo sé.
- ¿Que lo sabes?
-
Sí, eres mi hijo, Jose.
- Ya, lo sé.
-
¿Cómo?
- Eres mi madre, Rosa… Lo sé.
Estuvimos horas hablando, le estuve
contando lo que pasó, lo que él no sabía, porque sabía que era adoptado, pero
no robado.
Por fin estaba con él de nuevo,
estuve hablando con él. Conocí cómo era, pero aún así, no era mío. Me llevó
hacia su casa, donde conocí a sus padres adoptivos. Al principio era extraño,
no sabía qué decir.
Era gente muy cariñosa y amable que
cuidaba bien de Jose. Pero había algo raro en María y Raúl, no parecían muy
felices, veía otra cosa. María habló conmigo. Estaba incómoda pensando que yo
deseaba tener a mi hijo de nuevo y ella lo había conseguido sin mi permiso.
Después de un largo tiempo llegamos
a un acuerdo. Jose era mío pero tenían derecho a verlo. Acepté sin pensármelo
dos veces. Dos meses más tarde por fin se instaló en el piso, ya estaba todo
preparado y pensado. Todos los fines de semana íbamos de picnic con María y
Raúl y, estaban tiempo con él. Jesús, Jose y yo ya éramos una familia de
verdad.
Ana María Ríos Canto
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