Quiero que este artículo
haga las veces de un manual de
instrucciones sobre el
funcionamiento básico de un libro,
para que las nuevas
generaciones de chavales, mecanizados
hasta los dientes, cuasi
robotizados y aislados en su
trinchera tecnológica,
conozcan las prestaciones que un
buen libro puede
proporcionarles, puesto que, está visto que lo
saben todo sobre pantallas y
botones, auriculares y ratones
ópticos, pero no tienen el
más mínimo conocimiento sobre el
complejo uso del que, para
ellos es un anticuado, aburrido e
inútil artefacto, propio de tiempos
pasados y de estar encerrados en vitrinas de museos.
1 En primer lugar, antes de
abrirlo, hay que seguir al pie
de la letra este sencillo
ritual para que el libro se convierta en parte de nuestro propio ser, carne de
nuestra carne, pedazo de nuestra alma excitada, jirón de nuestro corazón anhelante:
hay que acariciarlo con mimo y sin prisa alguna, para que nuestras yemas lo
reconozcan desde entonces como un habitante de nuestro universo, como un amigo
íntimo al que hay que defender con uñas y dientes en caso de peligro, al que
hay que acudir en busca de bálsamo y de árnica, de sosiego para destensar los
nervios y ahuyentar los miedos y los males del espíritu.
Luego hay que olerlo para
impregnarnos de su aroma íntimo, de
su esencia primera, y
encontrarlo con los ojos cerrados entre
el bosque de anaqueles y
legajos, hay que besarlo para que nuestros labios reciban la caricia de sus
ósculos de piel y papel,
tinta y sangre aunadas.
2 Una vez realizado este
ceremonial, hay que abrirlo por fin,
ya imbuidos de su esencia,
para acometer sus primeros mensajes
con calma pero con hambre,
con interés pero con deleite al mismo
tiempo, hay que leer las
dedicatorias y las citas, los prólogos
y las notas previas como si
fueran los créditos iniciales de una
película, los primeros
balbuceos de un poema o las letras temblorosas de una carta de amor juvenil.
Todos ellos nos hablarán de los motivos que han hecho posible la escritura de
esa obra de arte y de que ahora seamos los oyentes de esas palabras. Porque un texto
no existe hasta que no encuentra su primer lector, su primer cómplice, su
primer confidente.
3 Luego hay que navegar por
su cuerpo como si nos fuera la vida
en ello, agarrándonos con
fuerza a sus consignas, disfrutando con
sus descripciones como si
estuviéramos junto al escritor en el momento de escribirlas, llorando con sus
personajes, indignándonos cuando se nos cuenten tragedias y tropelías y tomando
partido por los más débiles de la trama como lo haríamos en la vida más acá de
la historia.
4 Hay que acabar el
argumento sin prisas pero sin pausa, poniendo de nuestra parte el sentimiento y
el alma, el corazón y la mente para vivir intensamente su desenlace, aportando
nuestra particular visión de los hechos y sintiéndonos participe de cada acción
y cada acontecimiento.
5 Una vez leído el libro,
hay que guardar un largo periodo de silencio y concentración, para que el
contenido de sus páginas se deposite cuidadosa y cuidadamente en nuestra mente
y nuestros sentimientos, y su huella sea ya imborrable.
6 Por último se devuelve amorosamente
a su sitio en la biblioteca, donde esperará paciente y deseante a que vayamos a
consultarle dudas, a revisar detalles y a ver cómo siguen esos amigos que ya
tenemos para siempre en su interior.
Así funciona un libro, mis
jóvenes alumnos, nada más y nada menos.
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